Hace varios días que mi despertador suena un rato antes de lo que solía, para que pueda cumplir mi nueva tarea. Salto de la cama y, tras una breve visita al baño, me deslizo desnuda y descalza por la casa en penumbra y me cuelo en la habitación de Rafa. He de colocarme a cuatro patas en el suelo, en paralelo a su cama, como a un metro de distancia, junto a sus zapatillas de casa… Adopto a la perfección la postura indicada: las rodillas bien separadas y los riñones hundidos para resaltar bien mis nalgas abiertas. Apoyo en el suelo los codos, las palmas de las manos y la frente. Y espero.
Se trata de un castigo, transformado ahora en costumbre, que Rafa me impuso tras mi ‘espantada’, como él la llama, o sea, cuando me escapé una mañana negándome a cumplir sus órdenes… Respiro suavemente y me mantengo inmóvil. Siento pasar así lentamente los minutos. Me resulta extraño permanecer postrada en la oscuridad, sin ver nada y sin que nadie me vea. Aun así, sigo tensando los músculos para no variar ni un milímetro mi posición, “no puedo evitar sentir un profundo morbo en hacerlo…”. Soy como un mueble más de la habitación, con la mente en blanco y a la vez sosegada, limpia de agobios o tensiones.
Suena el despertador. Pero Rafa lo apaga y sigue durmiendo un poco más. Yo persisto en mi humilde pasividad, en el suelo, imagino que otros quince o veinte minutos. Al fin se incorpora, bosteza… lo oigo sentarse en la cama y veo de reojo cómo acomoda los pies en las zapatillas. Siento todas las células de mi cuerpo receptivas, expectantes. De pronto un sonoro trallazo impacta en mis omoplatos: el escozor es ardiente, intenso.
—Uno —gimo.
Siguen los latigazos con lenta cadencia, ruidosos y lacerantes. “No me gustó nada que la otra mañana te fueras así, dejando colgadas tus obligaciones”, me dijo. “A partir de ahora recibirás una docena de golpes con el rebenque nada más levantarte, como recordatorio…”. El rebenque es un palo forrado, de unos treinta centímetros, del que sale una tira de cuero dura, ancha, sólida. “Tranquila, es muy suave, pica mucho pero no corta la piel”. Y en efecto, la espalda me queda de un rojo vivo, pero a las pocas horas el color ha disminuido, sin dejar casi marcas.
—Diez —continúo con un hilo de voz, pues los golpes me abrasan la espalda.
Me golpea con pausa, dejando unos segundos para que cada latigazo me haga su efecto y para que retome la postura si me he movido. Castiga con precisión la zona superior de la espalda, entre los hombros y la línea del sujetador. Aunque me dijo que recibiría doce golpes, han sido siempre más, según su capricho, aunque ya hace varios días, como hoy, el número se ha estabilizado en veinte. Los últimos, difícilmente soportables, los enumero casi a gritos.
Por fin termina la azotaina. Él me pone la palma de su mano abierta en la espalda, para sentir el intenso calor de la piel. “Espero que no se te olvide la lección y no haya más ‘espantadas’”. Con la otra mano recorre la raja de mi sexo, rozando los resbalosos labios.
—Gracias, Rafa —digo con voz ronca, a punto de romperse—; nunca volveré a desobedecer tus órdenes.
—Muy bien, tía —dice él, palmeándome las nalgas—, ve a hacer el desayuno.
Luego, mientras tomamos el café, como cada día, él repasa mi agenda y yo le doy explicaciones de todos los detalles: desde los asuntos laborales, financieros, familiares; hasta las conversaciones con amistades, compras que he de hacer, o incluso si voy a tener el periodo… todo. Me fascina esta transparencia que he desarrollado para con mi sobrino. Esta apertura absoluta, sin secretos, sin espacios personales, privados…, y que también me libera de inquietudes y estrés.
Se hace tarde y voy a arreglarme. Cuando ya salgo para el trabajo, entro un momento a despedirme y, aunque nunca me lo ha ordenado así, me subo ante él la falda para llevarme en el sexo, desnudo siempre de ropa interior, su mirada de comprobación.
Hoy la jornada en la oficina empieza tranquila, a pesar del intenso trabajo. Al llegar me he encontrado sobre la mesa, como de costumbre, varias carpetas con tareas de Rosana que yo deberé hacer. Me acomodo en mi escritorio, enfrente de ella. Ayer me ordenó que en lo sucesivo me sentara directamente sobre la silla; así que me descubro totalmente el trasero antes de sentarme, “menos mal que a este despacho no viene nunca gente…”. Ella no quita ojo a mis desnudeces, aunque sé que no es lesbiana. Pero disfruta humillando a su jefa, “en realidad, jefa ya solo teóricamente”, especialmente cuando me abro totalmente mostrándole muslos, ingles y sexo abierto. Ayer se me hizo raro el tacto de la silla de oficina en las nalgas, pero ahora ya lo acepto como normal.
A Rosana debo pedirle permiso para todo, especialmente para ir al servicio. Suele dármelo, pero le gusta primero hacerse de rogar.
—Rosana, tengo que ir al servicio.
—Aguántate hasta las once y luego me lo pides otra vez.
Me hace esperar cerca de una hora, y me resulta realmente duro con las piernas abiertas, pues desearía poder apretar los muslos para resistir mejor las ganas.
—Rosana, no puedo más, déjame que vaya, por favor… —Cuando siente que me he rebajado lo suficiente pidiéndoselo me autoriza a salir.
Hoy, al volver, me ha ordenado ponerme a su lado de pie. Me hace sostenerme alta la falda y me deja esperar así varios minutos, presentando el sexo ante ella. Le encanta regodearse en su nuevo poder y demostrarme como pisotea mi dignidad a placer. Es una mujer algo mayor que yo, de unos cincuenta y tantos, cuya carrera administrativa se estancó hace años y desde entonces incuba un sordo resentimiento. No es realmente fea, pero tiene la piel de un tono terroso, mate. Es delgada, reseca, con manos huesudas y el pelo siempre recogido…
—Tengo este pequeño regalito para ti —dice y, para mi sorpresa, coge con los dedos uno de mis labios vaginales, poniendo cara de asco, y me engancha en él una pinza metálica negra de oficina. La mordedura es considerable y más cuando estira de ella cruelmente, bien hacia abajo o hacia el lateral, abriéndome el coño. Se ríe al verme temblar por el dolor y por el trato degradante que debo aceptar.
—No… mejor aquí… —Cambia la pinza a otro sitio, fingiendo que busca el lugar más artístico para ponerla. Va así pinzándome por toda la vulva. Me fascina el placer que le produce hacerme sufrir dolor y ver cómo lo acepto y lo padezco. Espío a veces ese placer en sus ojos, aunque enseguida he de bajar la mirada y concentrarme en el daño que tanto le complace causarme… Al final, deja la pinza puesta en cualquier lado y me manda volver a sentarme.
—Pero cómo voy a trabajar así…
—Bueno, si te duele te fastidias —dice—. Hala, a tu sitio y bien abierta, que quiero ver la pinza.
Así lo hago y ella sonríe complacida. Resisto la tentación de llorar por el agudo pinchazo que me atraviesa la carne y, aún más, por la forma brutal en que me ultraja. “Algún día podré vengarme de tu crueldad”. Debo seguir así todavía un buen rato, procurando trabajar a pesar del dolor, hasta que llega la hora de comer y ella, al salir hacia el restaurante, me quita la pinza bruscamente, a fin de arrancarme un sordo quejido de dolor.
He terminado un poco antes el trabajo y llego relativamente pronto a casa. Otra vez, desde la puerta, oigo voces en la sala. Sé lo que me espera y me preparo a afrontarlo sea como sea. Rafa sale a mi encuentro.
—Date una ducha tranquilamente y sal luego a vernos —me dice.
Sigo sus instrucciones. Al contemplarme desnuda ante el espejo me veo más esbelta que en el pasado, con mis músculos más a tono por los esfuerzos físicos constantes, las posturas casi gimnásticas y una alimentación mucho más frugal y sin picar entre horas. Sonrío a mi reflejo, y salgo a presentarme ante los chicos.
—Hola, señora Isabel —me saluda Chema. Es moreno, de rostro ancho y afable, cuerpo sólido, algo relleno y con abundante vello en los brazos y asomando por el cuello de la camisa.
—Hola, buenas tardes —digo tímidamente. Mi impulso es a cubrir mi desnudez, al menos pechos y pubis… Pero la mirada de Rafa me recuerda mi deber y me abro ante ellos, alzando las manos hasta la nuca. “Estoy encarnada de vergüenza. Cualquiera que me viera presentarme así ante estos mocosos… ¡qué bochorno!”.
—Arrodíllate aquí, tía, ‘en descanso’ —ordena Rafa. Me sitúo entre ellos, agarrándome los codos tras la espalda. En esa postura mis pechos cuelgan un poco. Con todo descaro, Chema me agarra uno de ellos y empieza a masajearlo toscamente. Su otra mano me sujeta del cuello con una fuerza que me somete. Están viendo en la tele una serie de detectives, que me llega vagamente, como desde la lejanía. Chema sigue apretándome uno y otro pecho con sus manazas. También coge la carne de mi abdomen, “me agarra a puñados como si fuera una pieza de carne”, estira de ella y la estruja.
—Está de buen año tu tía —dice con una risotada. “Siempre creo que he llegado al máximo de vejación y degradación posible, pero cada día desciendo un poco más…”. El joven sigue amasando con dureza mis senos, aplicándome pellizcos dolorosos tanto en los pezones como en los michelines… al cabo de un rato toda la zona delantera de mi cuerpo está muy recalentada, hinchada y enrojecida por el intenso e interminable manoseo. Luego me estruja también el pubis, me estira del vello y al fin me introduce brutalmente sus dedos peludos en la vagina.
—Está muy mojada, me gustaría follármela —dice.
—Eso más adelante, de momento es mejor que te haga una mamada —dice Rafa. Y yo no doy crédito a mis oídos…—: la chupa muy bien.
“Hablan de mi como si no estuviera”, como si no fuera nada, una mascota, una cosa entre las cosas.
Chema se abre ya el pantalón y muestra un pene de piel ligeramente oscura, invadido por su abundante pelambrera.
—Adelante, tía Isabel —ordena Rafa. Bien agarrada del cuello me sitúa entre las piernas de su amigo y me hace inclinarme sobre su miembro—, haz que Chema disfrute, esmérate.
Me rugen los oídos, me siento tan humillada que mi mente se queda en blanco mientras cumplo lo que se me ordena, “¿cómo puede una persona rebajarse tanto?”. Su pene se hincha en mi boca, y él me fuerza a introducirlo hasta el fondo, pero sin miramientos, provocándome fuertes náuseas, próximas ya al vómito. Todo mi cuerpo se convulsiona a cada ruidosa arcada mientras ellos continúan viendo tranquilamente el episodio de la serie y pican una cena ligera de unas bandejas sobre la mesa.
Lucho un buen rato con las lágrimas, los mocos, el pene cerrándome la garganta… Al fin, con un gemido, que me parece más bien suave y poco expresivo para lo que ha costado, se derrama el joven en mi boca. Aunque no me han ordenado nada al respecto, me trago todo el abundante líquido…
—Límpielo bien todo, señora —dice Chema. Es el escarnio final: lamo las últimas gotas que han quedado en su pene. “¡Qué humillación tan tremenda!”. Pienso que al menos sí he logrado satisfacer plenamente al chico…
—Ven, tía —dice Rafa, me atrae hacia sí y, de unos platos que hay en la mesa con varios tipos de sándwiches, empanadillas, minipizzas…, me va acercando a la boca trozos de comida. Con la otra mano masajea mi nuca y hombros. “Me alimenta como a un animalito”. Nunca me había dado de comer antes, me emociona su gesto. Acepto y trago todos los bocados que me va metiendo en la boca, agradecida.
Mas tarde, esa noche, me lleva a su habitación y me tumba boca arriba en la cama. En esa postura me penetra y se satisface en mi vagina, “aún noto con cada golpe los labios doloridos por la pinza de Rosana”. A pesar de mi enorme excitación no me permite hoy llegar al orgasmo, y he de volver a mi habitación con la boca llena de su semen y muerta de deseo.
Van cogiendo tono los capítulos!!!
Creo que me he perdido el anterior porque no me sonaba la compañera de trabajo cañera jajaaa lo echaré un ojo a ver!
Un saludo!!
¡Mil gracias, Cloe! 🙂
Vaya…creo que eh empezado por el postre…yo siempre tan golosa ;-))
Me ha encantado!!!
esencia ¡Me alegra mucho! Mil gracias y espero que lo sigas disfrutando. Siempre da gusto encontrar quien comparta tus gustos 🙂