—Pues a ver si nos vemos el sábado en el Tabú —dice DonJavi a través del Whatsapp.
Héctor le responde que se pasará. Siente curiosidad por ver el rumbo que pueden tomar sus encuentros con el joven dominante y su pareja, vMariposa, a los que ha visto dos o tres veces últimamente.
—Esta vez, mariposa tiene que probar la vara en serio —continua DonJavi—, pero ya sabes que yo no valgo para cosas extremas…
Se conocieron en Fetlife, participando en algún debate. DonJavi, amo de unos treinta años, apoyaba las opiniones de Héctor, MisterKhan, dominante ya maduro, y se deshizo en alabanzas hacia él. En un mensaje privado le dijo que estaba muy interesado en que cambiaran impresiones, en pedirle incluso consejo, dada su experiencia.
—Lo del otro día, el tratamiento que le diste en los pezones, me encantó —sigue DonJavi, añadiendo una carita sonriente—; vamos que me puso cachondísimo…
Llaman a la puerta del pequeño apartamento. Héctor se disculpa con su interlocutor: “Debe ser la de la limpieza”, explica. En efecto es Guadalupe, la nueva señora de la limpieza, que una vecina del edificio le ha recomendado.
—Buenos días, señor —se presenta, muy educadamente. Es alta, de pelo castaño, ondulado; ojos oscuros, grandes. Tendrá unos cincuenta años. En realidad no es la primera vez que se ven: un día, al marcharse de casa de Héctor una amiga sumisa, él la despidió en el rellano con un tirón de pezones y ella respondió: “Hasta pronto, Señor”, antes de cerrar el ascensor. Guadalupe bajaba en ese momento por la escalera y sorprendió la escena. Héctor notó que le lanzaba una mirada intensa, curiosa; así que ahora espía con interés las reacciones de la mujer, pero ella se limita a esperar ante él dócilmente y con la mirada baja.
—Puede dejar el bolso aquí.
—Gracias, señor.
Lleva un vestido estampado, sin mangas, con los anchos y fuertes brazos morenos al descubierto. Tiene el cuerpo voluminoso, sobre todo la parte baja, pero sin resultar obesa. Héctor le ofrece una cantidad económica por su trabajo, le marca el horario; ella dice a todo que sí. La observa de arriba abajo, mirándola con libertad, en silencio, atento a cualquier signo de incomodidad por parte de la mujer.
—No puede limpiar usted vestida así —le dice finalmente.
—No he traído bata…
—No se preocupe, ya le doy yo una.
—¿Dónde me puedo cambiar? —pregunta mirando a su alrededor.
El apartamento es minúsculo, diáfano, con cocina americana y un pequeño balcón. Aun así, lo lógico sería que se cambiara en el cuarto de baño.
—Cámbiese aquí mismo —le dice por el contrario, señalando con un ademán la zona entre el sillón en el que se ha sentado, el sofá y la televisión, ahora apagada. Nuevamente, observa la reacción de ella, buscando signos de disgusto o de rechazo. Quiere saber cuánta imposición, por humillante que sea, está dispuesta a recibir la buena señora, que lo mira los labios entreabiertos y ojos mansos pero observadores, como queriendo medir el nivel de autoridad que él posee.
Hay un pulso de miradas que dura unos segundos; luego Guadalupe se ha quitado el vestido y lo ha dejado pulcramente doblado sobre el brazo del sofá. Está ahora de pie, en bragas y sujetador delante de Héctor, que enciende un cigarrillo y sonríe algo sorprendido pero encantado con la actitud de la mujer. Ella ha puesto las manos agarradas con fuerza delante del pubis, como si quisiera cubrirse… Tiene la mirada baja y las mejillas encendidas.
Héctor encuentra la situación excitante, y la prolonga durante largos segundos de contemplación. Observa los pechos de la mujer, que no son descomunales, pero sí grandes y pesados, bien formados. Un sujetador de color carne, sin adornos —un poco de andar por casa, piensa Héctor—, dibuja entre las tetas, que suben y bajan con fuerza por la respiración azorada, un canalillo largo y profundo. Exhalando el humo hacia el techo, el hombre aprecia la piel llena y muy blanca de las mamas, en contraste con la parte alta del pecho, que el sol ha bronceado y teñido de minúsculas manchas. Luego desliza la mirada por las caderas y muslos de la limpiadora, ampulosos, abundantes de carnes, casi excesivos; y con las pequeñas deformidades de la celulitis que cabría esperar. Bajo el ombligo tiene Guadalupe una corta cicatriz vertical, acaso de una operación. Y su tripa solo un poco abultada, temblorosa por la tensión de mantenerla metida, desborda ligeramente el elástico de unas bragas también color carne, poco atractivas, que marcan sin embargo el abultamiento, ancho y mullido de su pubis.
A pesar de la exuberancia grande de sus carnes, las formas de la mujer, piensa Héctor, están bien dibujadas, y resultan atrayentes, con su cintura estrecha en proporción, su cuello alto y hombros torneados.
Se levanta Héctor y al fin le tiende la bata, que ella recoge con las dos manos.
—Gracias, señor —dice con voz algo ronca pero sin vacilar. Sigue sonrojada pero Héctor nota con gusto que no rehúye su mirada, sino que la sostiene de forma natural, pese a su desnudez, antes de bajarla luego y quedarse a la espera. La personalidad de la mujer lo ha excitado y piensa en las posibilidades de un juego espontáneo y no pautado…
Guadalupe se ha puesto la bata. Es azul celeste, con cuello en pico, sin mangas ni solapas; y mucho más corta de lo que necesitaría una mujer de su planta, de manera que apenas le llega a medio muslo. Héctor espera a que se la abotone, con sus dedos morenos, largos y fuertes; y luego le explica las partes de la casa que tiene que limpiar. Señala cada zona, cada rincón, con una larga regla escolar de madera que lleva en la mano como por casualidad.
—Sí, señor —responde ella a las indicaciones, con la mirada fija en la gruesa regla, sin poder apartar, para regocijo de Héctor, sus ojos de ella.