A partir de la segunda semana, Héctor observa que Guadalupe ya no viene a limpiar con la ropa interior de diario, color carne, como la primera vez; sino con otra nueva, negra o granate, aún dentro de lo decente pero con un toque endomingado, incluso sexy. Ese detalle hace sonreír a MisterKhan.
—Buenos días, señor —dice siempre al entrar y, muy digna, se dirige al sofá ante el cual se sienta Héctor. Deposita allí el bolso y hace una pausa, como para permitir al dominante apreciar al detalle su vestido, su peinado…, ya más cuidados que el primer día. Tras unos segundos inmóvil, se quita con calma vestido y zapatos. Es cuando Héctor contempla largamente su cuerpo carnoso, rollizo en la parte inferior, pero aún presentado con orgullo por la mujer, con los pechos erguidos y el estómago bien metido. También valora el dominante la nueva ropa interior: la braga con delicadas puntillas que enmarcan sus muslos abundantes de carnes, y el sujetador con aros y tejido fino —nunca acolchado, por suerte— que revelan bien la forma y peso de los pechos. MisterKhan sonríe e incluso se permite algún gesto de aprobación, mientras ella permanece siempre con la mirada baja y el rostro encendido por la humillación —¿y quizá por la excitación?— que siente. Humillación que es doble: por la exhibición corporal y porque es evidente que ha elegido su nueva lencería con el fin de complacer al dominante al presentarse ante él…
MisterKhan se levanta entonces, después de disfrutar sin disimulo del cuerpo y de la vergüenza de la mujer; y le entrega la bata para que comience su tarea. Así ha ocurrido durante varios días sin mayor novedad, ya que Héctor ha estado ocupado trabajando al ordenador y no ha prestado especial atención a las evoluciones de la madura señora de la limpieza. En la revisión final, tampoco ha surgido ningún error que comentar hasta el momento.
Un hecho destacable sí ha tenido lugar estas semanas: cada día, al terminar la tarea, mientras espera a que Héctor le devuelva su ropa, Guadalupe se queda de pie, muy tiesa, con las manos agarradas sobre el pubis. A veces sostiene la mirada del dominante, con cierto gesto de provocación o desafío…, pues ya el primer día fue corregida por esa posición de las manos. Tras hacerla esperar en tensión unos minutos, el dominante se acerca y le da un golpe fuerte, seco, con la regla de madera, en los finos nudillos, sin necesidad de añadir ninguna otra explicación. La mujer acepta el dolor apretando la boca, baja la mirada…, y cruza rápidamente las manos a la espalda.
—Perdón, señor —dice, como si no hubiera propiciado ella misma la corrección a fin de sentir la autoridad del hombre sobre ella, el derecho a ponerla en su sitio con un dolor que persistirá en su mano el resto del día. Él se queda unos instantes a su lado, muy cerca, apreciando la agitación de su pecho, hasta que le entrega la ropa para que se vista.
Así han transcurrido las visitas de la limpiadora durante las últimas semanas; hoy sin embargo algo va a alterar esta rutina ya familiar: un estruendo de cristales rotos hace saltar a Héctor de su asiento y acudir al cuarto de baño. Se encuentra allí a una desconsolada Guadalupe recogiendo del suelo los fragmentos de su taza para el cepillo de dientes, rota al resbalársele de las manos. Se trata un objeto sin excesivo valor, pero al que tenía aprecio por los indescifrables símbolos chinos o coreanos que lo decoraban.
—Pero ¿qué ha pasado? —La cara de disgusto del dominante aumenta la confusión y llanto de Guadalupe.
—¡Perdón, cuanto lo siento, señor; no sé cómo se me ha caído!
—Bueno, recójalo todo con mucho cuidado, no sea que encima se corte…
—Si, señor, enseguida. No se preocupe que yo le pagaré la taza.
—Nada, nada; no es cuestión de dinero —la tranquiliza Héctor alcanzándole un recogedor. A sus pies la limpiadora está a cuatro patas intentando barrer los pequeños añicos de porcelana. Como suele ocurrirle en esa postura, la corta bata se le sube a los riñones dejando al descubierto su tembloroso trasero. Él la contempla con el ceño fruncido—. Pero esto no puede repetirse, tiene usted que tener más cuidado, Guadalupe.
—¡Ay, lo siento tanto, qué torpe soy!
—Tiene que aprender a ser más cuidadosa, ¿no es así? —Ha cogido la gruesa regla de madera y ella, al verla, siente la sangre subírsele a la cara de golpe.
—Pero señor…
—¡Siga recogiendo! —Ella obedece en el acto al tono imperioso de su voz—. Va a aprender a estar atenta, ¿verdad que sí, Guadalupe?
—¡Si, señor! —acepta la limpiadora con voz ronca, gateando sobre las baldosas. Aún no ha terminado de pronunciar esas palabras, cuando un sonoro golpe de la regla restalla sobre su trasero. Da un grito por el dolor y la sorpresa, gira la cabeza hacia el dominante, y durante un segundo se sostienen la mirada. Por ese hilo circula la autoridad de MisterKhan, un dominio que no flaquea hasta que la mujer lo siente como inevitable y se abre a él. Entonces baja la cabeza y acepta recibir el castigo. Pero en esta ocasión Héctor no quiere su pasividad, sino que se esfuerce mientras hace propósitos de enmienda.
—¡Siga usted recogiendo los trozos! —ordena, y reafirma la orden con otro fuerte reglazo que le atraviesa los muslos, marcando de rojo los pliegues de la celulitis.
—Si señor. —Y sigue gateando sobre las baldosas al ritmo de los resonantes golpes que le baten los cuartos traseros.
—¿Y va a prestar usted —reglazo en las nalgas— en lo sucesivo más atención —reglazo fuerte en el lateral del muslo— a lo que está haciendo —sonoro reglazo en la parte baja de los glúteos, cruzando la vulva, carnosa, cubierta por la elegante braga malva—?
—¡Si, señor! —casi grita Guadalupe, contorsionándose por el dolor al tiempo que recorre a cuatro patas todo el suelo, recogiendo los interminables fragmentos de la taza.
—Entonces, dígame cómo hará las cosas en el futuro, Guadalupe —insiste él, acentuando las frases con golpes rítmicos sobre la carne de la mujer, que gime por el impacto de los reglazos y por el dolor en las rodillas laceradas sobre las duras baldosas.
—¡Pondré más cuidado en el trabajo, señor! —exclama ella sin dejar de recibir en las nalgas y glúteos bamboleantes. Sobre el enrojecimiento general de las carnes se van dibujando líneas más finas de sangre recogida.
Continúa así el correctivo, con severos reglazos acompasando las frases de reprimenda y las promesas de mejora, hasta que todos los fragmentos de la taza quedan recogidos. Entonces ella se queda inmóvil, en su posición sobre el suelo, esperando instrucciones. Tras una pausa, ya sin preguntas ni respuestas, MisterKhan le aplica una última docena de golpes, fuertes y sonoros, aceptados con roncos gemidos en el silencio del apartamento. Toda la grupa y los abundantes muslos de la mujer son una sinfonía de zonas rosadas, otras muy enrojecidas, y verdugones púrpura atravesando el conjunto. Héctor, que ha preferido no tocar aún el cuerpo de Guadalupe con sus manos, contempla satisfecho las marcas del castigo. También puede percibir, inclinándose ligeramente, una línea oscura de humedad en el tejido malva de su ropa interior. Él mismo se encuentra agitado y excitado por la azotaina, por la perfecta sumisión de la limpiadora…, sin embargo, tras una pausa, le ordena que se levante y que siga limpiando.
—Sí, señor —responde ella con un hilo de voz.
Muy interesante la huella de ella en su ropa interior y en la excitación de él por la azotaina y por la situación en cuestión que se acaba de dar… y que después cada uno vuelva a sus quehaceres como si nada hubiera pasado!!! uhmmmm jajaaa me encanta!!!!
Mil gracias, me alegra que te haya gustado. Sí es un correctivo con fienes didáctico jejeje 🙂