Marisa recoge los restos del desayuno y los lleva a la cocina. Ha pasado la noche en casa de Héctor y eso le da un sentimiento de plenitud y orgullo. Sabe que es la única que algunas veces puede hacerlo. Permanecer en el pequeño apartamento “de su Amo” —así se lo dice a sí misma— antes o después de las sesiones, cuando él está ocupado en sus cosas y ella puede quedarse en ese espacio lleno de luz cobriza y del olor de los gruesos libros: un privilegio que bebe con silencio y reverencia.
—Tengo que escribir unos emails —ha dicho él, y se ha sentado en su escritorio, ante el ordenador.
Ella friega y seca lentamente las tazas, los cubiertos del desayuno, pasa un paño por la encimera. Disfruta manejando la pequeña cocina americana, como quien juega en una casa de muñecas. A veces mira a MisterKhan de reojo. Poco a poco siente crecer una comezón que le bulle entre el vientre y los pezones, aun algo irritados al rozarse con el tejido rugoso del albornoz.
Se muerde el labio inferior, se recoloca la melena castaña… Como cediendo a la tentación de hacer una travesura, Marisa suelta el cinturón y deja caer la bata a sus pies. Lentamente se acerca, desnuda, al escritorio de Héctor. Es una mujer atractiva, fuerte, no muy alta, de unos 45 años, con pechos llenos y bien formados, algo separados, piel blanca y delicada —su mayor orgullo— y nalgas y caderas anchas, con ciertas irregularidades por la piel de naranja, pero aun morbosas y sensuales. Tiene ojos castaños, grandes, de mirar tímido, que dominan una cara ancha, franca y sonriente.
—¿Puedo? —pide ante Héctor, los brazos colgado a los lados del cuerpo desnudo.
Él ha levantado la mirada hacia ella con leve sonrisa. Se miran hasta que ella baja los ojos. El dominante contempla su cuerpo, presentado ante él con la sencillez de un soldado.
—Bueno… —responde.
Marisa se arrodilla y se desliza en el estrecho espacio bajo el escritorio, entre sus piernas. Héctor se desabrocha los pantalones y pasa la cintura del calzoncillo por debajo de sus genitales, dejando estos fuera, alzados por el elástico. Cubre su pene con la camisa para dejar sólo los testículos bien visibles y resaltados. Luego vuelve a acomodarse, sentado cerca del borde de la silla, y retoma su teclear en el ordenador.
En el cubículo bajo el escritorio, pequeño y en penumbra, Marisa se acomoda con las rodillas muy separadas, sentada en los talones, las manos en el suelo, y acerca su boca temblorosa a los testículos del dom, redondos, tensos por la presión de la goma. Comienza a besarlos con suavidad infinita; rozándolos apenas con los labios, inspirando el calor que desprenden. Sabe que no puede tocarlos con las manos ni molestar a MisterKhan o distraerlo de sus ocupaciones. Saca la lengua y contornea apenas con la punta los genitales, luego, envalentonada, los lame de abajo arriba, con toda la lengua, acaso demasiado húmeda, piensa.
Marisa se concentra, con suaves movimientos de su boca, una y otra vez repetidos, en cada milímetro, en cada curva, de la masculinidad del dominante. Como si solo existieran esos genitales, agrandados hasta ocupar todo el espacio ante ella, y su lengua, su labios hipersensibles, en adoración absoluta. Lame, roza, besa con lentitud y devoción, a lo largo de minutos silenciosos, que ella no controla, pero que suelen pasar de los 45, o incluso a veces de la hora.
La excita sentirse encerrada en ese cajón, siendo tan solo una boca ávida, en reverencia meramente tolerada, en adoración casi clandestina. Ha cubierto su sexo abierto con la mano, por miedo a gotear sobre el suelo, pero luego lo acaricia con suavidad y disimulo pues nunca ha sido autorizada a masturbase allí en el cubículo.
El mundo exterior lo siente difuminado, como entre algodones. Solo percibe con intensidad las caricias rítmicas de su lengua sobre la piel tersa de los testículos, y una corriente que baja desde ellos, por su cuerpo, hasta la oquedad de su vagina húmeda e hinchada. Marisa pasa los minutos en un preorgasmo secreto, con la respiración contenida, pues teme que sus jadeos, la fuerza de su respiración sobre los genitales del hombre, la delaten.
Como en un sueño, siente Marisa la mano de MisterKhan que ha surgido de pronto acariciando suavemente su pelo, para llegar luego al cuello y rozarlo suavemente, en insoportable cosquilleo, desde la oreja al hombro, donde se aposenta ancha y pesada, con la autoridad del propietario. Ya al borde del orgasmo, basta esa sorpresa, ese escalofrío que la recorre al sentir la caricia, para que un espasmo largo, contenido y denso, llene todo el abdomen de la mujer haciéndola temblar… Se le ha escapado un gemido y levanta la vista temerosa.
—Tienes que levantarte ya, que va a llegar la señora de la limpieza —le dice Héctor. Y con una sonrisa añade señalando al suelo—: Y seca todo eso antes de irte.
Me gusta mucho la narrativa, sencilla en la expresión y clara como el agua.
Me imagino la escena y me gusta participar desde mi lado voyeur… Jejeee
Jeje.. Sí el voyeurismo mola 🙂 Muchas gracias por tus palabras, me alegran!
que relatos mas chulos… me encanta leer e imaginarme lo imaginable jajaj
Sonia, mil gracias, me alegra que te gusten estas fantasías y te resulten inspiradoras 🙂